jueves, 25 de noviembre de 2010

CONCLUSIÓN

Herber Lockyer afirma que «un estudio de los milagros registrados en la Biblia demuestra que el Señor es vencedor de todos los desórdenes humanos, sean éstos físicos, mentales o nerviosos; sobre todas las fuerzas cósmicas, en la tierra o en el mar, orgánicos e inorgánicos; sobre el mundo espiritual representado por el diablo, los demonios y la muerte».
Con grandes trazos la Biblia se puede dibujar el retrato de la Sunamita: Era una gran mujer, muy rica, casada con un hombre de más edad, y sin hijos; no se menciona su nombre, sino que nos es referido por el de su ciudad: la sunamita.
Sunem estaba situada un poco al norte de jezreel, en Bet-el, cerca de Naín, lugar que casi 900 años después vino a ser conocido porque jesús resucitó al hijo de una viuda.
La Biblia no deja duda acerca de que el marido es la cabeza de la familia; sin embargo, esto no significa que una mujer no sea nadie, que no pueda desplegar iniciativa personal.
La mujer sunamita demuestra una iniciativa y energía casi superior al marido, a pesar de ser más joven que éste. Le ofrece ideas y las lleva a cabo después de discutirlas con su maridó -comparte sus planes con él y las decisiones son hechas de común acuerdo. Los verdaderos grandes caracteres no tienen deseos de dominar, sino más bien de obrar armonio¬samente con sus asociados. Así es como un matrimonio puede funciona ¬rsegún la voluntad de Dios, y esto puede tener lugar aun en circunstancias ¬opuestas como la de una gran diferencia de edad, que parecería favorec¬er lo contrario. Dios creó a cada ser humano único y le dotó con mucha¬s posibilidades, pero es cuestión perteneciente al individuo darse cuenta de tales posibilidades y usarlas a pleno rendimiento.
Esto ocurrió con la sunamita. Ya que era muy rica, podía fácilmente ser indisciplinada y gozar egoístamente todas las cosas que el dinero pue¬de adquirir. Hallándose sin hijos y con un marido viejo, podía fácilmente haber gastado su vida sin propósito alimentando su egocentrismo o su autopiedad; pero no lo hizo.
Esta mujer se interesaba por lo que había a su alrededor; piensa en otros, no sólo en sí misma. Así que hospeda al profeta en su casa.
Eliseo presenta la pregunta por medio de su criado Guejazí. Este dice a la mujer: «Tú te has tomado toda esta molestia por nosotros, ¿qué quieres, pues, o con qué quieres ser recompensada?» La agradecida mujer responde que no desea nada, que tiene todo lo que necesita. Entonces el atento Guejazí dice al profeta: «Mira, ella no tiene hijos y su marido es viejo». Cuando ella recibe la promesa de un hijo con las siguientes pala¬bras: «En este tiempo, según el período propio de la vida, abrazarás un hijo», no se atreve a creerlo y responde: «No, señor mío, varón de Dios; no hagas burla de tu sierva». Pero no es una burla, es una realidad. Una realidad de Dios; un año después da a luz a un hijo.
Un día, el pequeño, de tres o cuatro años de edad, acompaña a su padre al campo; el niño sufre una insolación y muere en pocas horas. Su madre pone el cuerpo muerto en el lecho del profeta, en aquel cuarto donde él ha orado y meditado mucho. La madre solamente ve una solu¬ción: Dios. ¡Puesto que Dios le ha dado este hijo, solamente El puede ayudarla en aquel gran apuro! Corre a ver a su representante Eliseo, que está otra vez en el Carmelo. ¿Es que se acuerda, en aquellos momentos, del otro profeta Elías que resucitó a un niño de entre los muertos, el hijo de la viuda de Sarepta? ¿No se dice que el espíritu de Elías ha venido a reposar sobre Eliseo? No hay tiempo que perder. Aunque informa a su marido de su visita al profeta, no pierde tiempo en explicaciones acerca de la muerte del niño. Una distancia de 45 kilómetros se extiende delante de ella. ¿Vale la pena hacer este largo viaje -podía preguntarse a sí mis¬ma- puesto que mi hijo ya está muerto?
Preguntas y más preguntas; preguntas de duda y de fe podían ocurrír¬sele. ¿No es lo que nos pasa también a nosotros?

TO BE CONTINUE...

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